(NOTA AL LECTOR: ESTA CARTA HACE PARTE DE UNA COLECCIÓN ORGANIZADA DE MANERA CRONOLÓGICA, LEA ANTES "ADOPCIÓN DE POLIZONES", LUEGO "SOLO COVID Y YO")
Bogotá, 25 de abril de 2020, 2:30 a.m.
Bogotá, 25 de abril de 2020, 2:30 a.m.
Amigos,
Hoy les escribo insomne, tembloroso y lleno de sudor. Son las 2:30 en la madrugada y dudo mucho que pueda conciliar el sueño otra vez. Francamente, no pensé que fuera a escribirles de nuevo o tan pronto, pero siento que no tengo más remedio que pasar el resto de estas horas eternas frente al computador, hasta que llegue el crepúsculo y venza poco a poco esta oscuridad que me agobia. Tuve un sueño. ¡Qué va! Las cosas por su nombre: una de las pesadillas más siniestras que he tenido jamás.
De pronto están todos allí, todos aquellos con quienes me he cruzado en la vida. Allí sobre ese parque infinito de eucaliptos que casi rozan el cielo, de aves que revolotean buscando un lugar donde anidar, con esa brisa que eriza la piel y ese sol intenso que abraza. Puedo ver a mis compañeros de colegio y de universidad; están también mis entrañables amigos de siempre, reconozco a algunos de mis estudiantes entre la multitud y a aquellos profesores que me cambiaron la vida. También puedo ver a mi madre con su sonrisa iluminada, a mi hermana llena de esa energía desbordante, a mi sobrina de ojos cálidos y brillantes, y hasta a mi papá, tan vivo, con esa mirada que lo delataba a veces, esa mezcla entre ternura y nostalgia que le afloraba desde algún lugar de sus recuerdos. Y todos se abrazan, y celebran el fin de la pandemia, el inicio de una nueva vida; y se estrechan las manos, y se reparten besos, pero nadie parece notar mi presencia. Quiero participar de la gran algarabía y los llamo, los llamo por sus nombres: ¡Lukas! ¡Natalia! ¡Jhon! ¡Mamá! ¡Mariana! Quiero volver a sentir ese abrazo de mi gente más querida, esas manos arrugadas por exceso de laburo y de sol de mis ancestros que se conectan con las mías, esa alegría de mis estudiantes cuando nos encontramos por los pasillos de la Facultad. Pero nadie me escucha, nadie nota mi presencia. Entonces, ya no los llamo, ¡les grito! Y en ese momento, el suelo que me sostiene comienza a moverse, siento su palpitar y un agujero se comienza abrir entre mis pies. Las antiguas ramas de los árboles me atrapan, se van enredando entre mis tobillos y yo me voy enterrando lentamente con ellas, desapareciendo en la invisibilidad que me condena; pedir auxilio es en vano, ¿recuerdan? Nadie escucha, nadie nota mi presencia. Ahora la tierra va llegando a mi pecho. Un último grito marca el momento en el que mi cabeza se oculta y vuelvo al vientre del planeta. Solo queda la oscuridad perpetua y un olor, un sabor de tierra húmeda, que me va dejando sin aliento.
Desperté alterado, con esa sensación de vértigo de las noches cuando nos soñamos arrojados por el precipicio. El solo recuerdo de esta pesadilla ha ido dejando en mi alma ecos de tristeza, me invade con un escalofrío lúgubre que estremece, me llena de sospechas y especulaciones sobre lo que esta pesadilla podría significar.
Trato de calmarme recordando las lecciones de los psicoanalistas, quienes sostienen que los sueños no necesariamente son presagios de una tragedia por venir, sino la recapitulación de aquellos eventos que aparentemente no hemos podido procesar bien. Y me acuerdo de Covid. Todavía no les he contado. Ya se estarán preguntando qué fue de él, de mi amigo el gusano, el caníbal, el soldado: mi única compañía.
Ahí fue cuando entendí el sueño.
Los días siguientes a su acto caníbal, Covid comenzó a perder el apetito. Sus granos de maíz se fueron acumulando, su actividad se ralentizó significativamente y al tercer día desapareció entre la tierra de su hábitat tan artificial. ¿Se habrá deprimido? ¿Acaso su demostración de crueldad le habrá causado alguna clase de pena o arrepentimiento? –me preguntaba. En medio de lo absurdo y ridículo de mis hipótesis, comprendí que había llegado su momento. Covid no sería más una larva insaciable; se convertiría en pupa en un ciclo que tomaría en promedio 14 días, cambiaría su color de verde a rojo, luego a marrón, y dentro de ese cascarón que fuera antes su verdosa y brillante piel, se gestaría la maravillosa transformación, la tan esperada metamorfosis, la huida del confinamiento, el glorioso escape de su jaula de cristal, un par de alas para volar y reclamar su libertad.
Hoy son ya cinco días que no he visto a Covid y las cosas dejaron de ser “iguales”. Me había acostumbrado a esos momentos íntimos en los que nos deleitábamos con esas mazorcas sobre la mesa, a nuestras conversaciones sobre cómo seleccionar los granos de maíz más tiernos y jugosos, a nuestros paseos matinales por el apartamento luego de cenar, a nuestras lecturas favoritas en la hamaca en las que aprendíamos juntos sobre la vida y evolución de los gusanos cogolleros. Como si fuera poco, estos cinco días han sido particularmente fríos y lluviosos, la acumulación de mazorcas se pudre a mi alrededor poco a poco, mis clases ya no fluyen como solían hacerlo, no encuentro muchos motivos para bañarme, vestirme y seguir con la vida como era antes. Preferiría enterrarme en mi cama por lo que quede de cuarentena, cubierto en la seguridad y oscuridad de las cobijas, si acaso esperando también como Covid un milagro, una transformación, una metamorfosis que me libere del encierro, que me permita de nuevo volar.
Mientras escribo esta carta, pasmado por el sueño y absorto entre las ideas, los miedos y los libros de mi biblioteca improvisada, me cruzo a Aristóteles y su Política, y él intenta hablarme a través de esa cubierta vieja y enmohecida que resguarda tanta genialidad, pero yo no lo logro escuchar, y entonces me grita el filósofo su cita para que yo entienda, para que comprenda finalmente que:
“El ser humano es un ser social por naturaleza, y el insocial por naturaleza y no por azar o es mal humano o más que humano (…). La sociedad es por naturaleza anterior al individuo (…) el que no puede vivir en sociedad, o no necesita nada para su propia suficiencia, no es miembro de la sociedad, sino una bestia o un dios.”
Comienza a amanecer,
Hasta pronto,
Demian
Imagen tomada de: Scott Bauer. United States Department of Agriculture
Comments
Post a Comment