Solo Covid y yo - Bogotá, Colombia

(NOTA AL LECTOR: SI NO HA LEÍDO LA CARTA TITULADA "ADOPCIÓN DE POLIZONES" LE RECOMENDAMOS LEERLA ANTES DE CONTINUAR CON ESTA.)

Abril 15 de 2020

Amigos queridos,

Los saludo de nuevo.

Ya no sé bien cuándo fue la última vez que me comuniqué, como tampoco estoy seguro de qué día es hoy, cuántas semanas llevo en mi apartamento y, mucho menos, cuándo todo esto va a terminar.

Y aquí seguimos, Covid y yo, alimentándonos de maíz, pasando las horas tras los vidrios que nos separan de la realidad y mutando lentamente al ritmo pausado de este presente eterno.

Les cuento que hace tres días me aventuré de nuevo a las calles para reclamar ese único derecho que nos queda para salir: el instintivo abastecimiento. Y es que fue una aventura medio apocalíptica: calles casi vacías en donde ronda la muerte; algunos rostros irreconocibles que se confunden entre las máscaras; guantes de látex que ocultan esas manos y esas huellas digitales (aquello que nos hace tan únicos e irrepetibles), y un aire pesado que presagia la angustia e incertidumbre de nuestros tiempos. No me apresuré. Cada paso era un recuerdo de otra vida que ahora me resultaba tan lejana, tan distante como una reencarnación pasada.

Ya próximo al mercado, me esperaba una fila tan atípica en nuestro país que sorprende, una fila en la que pareciera que nos tuviéramos mucho asco, en la que pareciera que somos de esas civilizaciones de oriente tan bien organizadas que se respeta el espacio personal (y pensar que no hace tanto tiempo me llevaba centímetros a la negativa mientras viajaba en transmilenio). Allí estaba yo, tomando distancia como en el colegio, evitando cualquier tipo de interacción social.

Era ahora mi turno de entrar y escoger lo que quedara de alimentos, así que me apresuré sin mucho pensar a la sección donde sabía estarían las mazorcas; debía garantizar los requerimientos nutricionales de mi único compañero: el soldado Covid. Y allí las encontré, protegidas por un vinipel o film plástico que dejaba entrever su verdadero recubrimiento natural: esas hojas verdes y relucientes que custodiaban el tesoro dorado y lechoso hecho en forma de granos. Allí esperaban ellas, allí tan organizadas, tan emparejadas, impolutas, inmaculadas, “invirusiadas”.

No sé cómo explicarles qué me sucedió, qué impulso “covidiano” afloró, qué afán de acumulación tomó control de mi voluntad para que, en un gesto mezquino y desesperado, pusiera todas ¡todas y cada una! de las mazorcas en mi canasta, quedando apenas algo de espacio en el bolsillo y en el contenedor para un par de tomates, algunas cebollas, el infaltable plátano y una libra de arroz.

Allí, en ese momento, vino la Epifanía, una intuición, no lo sé. Se me ocurrió que tal vez, solo tal vez, atendiendo a la suerte y a las probabilidades, habría una gusana mimetizada entre tanta mazorca, una gusana que acabara con la fría soledad de nuestras jaulas de cristal. Emocionado por la idea llegó el momento de pagar, y sentí miedo a ser juzgado por tan misteriosa y excesiva compra de mazorcas; esperaba un gesto de rechazo o asombro del cajero, cuando lo único que recibí fue un saludo parco y hostil mal enunciado detrás de ese tapabocas hechizo que apenas le permitía la comunicación. De camino a casa soñaba con un par de gusanos cogolleros que se enamoraran y se reprodujeran sin parar, si acaso para compensar en números insignificantes las tantas pérdidas humanas.

Ya de vuelta en el encierro, y después de repetir ese ritual de desinfección, ese círculo vicioso y obsesivo que se ha vuelto nuestra vida, era el esperado momento de pelar esas mazorcas y dejarme sorprender; era como jugar a las máquinas en un casino: tiras de la palanca y esperas el premio mayor. Tuvieron que pasar catorce, catorce mazorcas peladas hasta que la encontré allí, una polizona con sus diminutos dientecitos clavados a un grano ya bien roído: el alimento ideal.

No había tiempo que perder. Sin más esperas, le di la bienvenida a “Covida”, ¡vaya nombre para la pareja de vida de mi compañero! La extraje cuidadosamente de su nicho natural y ahora, frente a frente, Covid y Covida empezarían una vida juntos.

Al principio detecté una gran timidez, de esas que uno siente la primera vez, ninguno de mis gusanos reaccionaba, más bien la indiferencia reinaba en el lugar. Pero luego, Covid tomó la iniciativa, rodeó a Covida, abrió sus fauces y, lentamente, se la comenzó a comer.

No sé si es que nos estamos acostumbrando a la individualidad. No sé si es mejor esta soledad. No sé si Covid sintió el mismo miedo que sentí yo y que me impulsó a acaparar. Tampoco parecía haber algún sentimiento de culpa o, aunque fuera, un mínimo ápice de solidaridad. Era claro que no había espacio para tantos. Seríamos solo Covid y yo, y un arsenal de mazorcas para mascar.

Atónito después de presenciar tal demostración de canibalismo y temeroso de que la siguiente presa de Covid pudiera ser yo, me puse en la tarea de consultar sobre esta especie a la que había dado la bienvenida y que tan poco conocía. Esto fue lo que encontré en un artículo sobre la crianza en laboratorio del gusano cogollero:

“Una de las causas de la alta mortalidad fue el canibalismo practicado por las larvas, las cuales, aún en presencia de abundante alimento, se comían unas a otras, por lo que fue imperante la necesidad de individualizarlas, con lo que se logró reducir los índices de mortalidad en la segunda generación, reportándose un 24,53%.”

Con cariño,

Demian

Chacón Castro, Yerlin; Garita Rojas, Cristian; Vaglio Cedeño, Cristopher; Villalba Velásquez, Vladimir. Desarrollo de una metodología de crianza en laboratorio del gusano cogollero del maíz Spodoptera frugiperda (Smith) (Lepidoptera: Noctuidae) como posible hospedante de insectos biocontroladores de interés agrícola. Tecnología en Marcha, Vol. 22, N.° 4, Octubre-Diciembre 2009, P. 28-37.

Imagen de:Phil Sloderbeck, Kansas State University.



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