Metamorfosis

(NOTA AL LECTOR. SI NO QUIERE ARRUINAR EL SUSPENSO, LE RECOMENDAMOS EMPEZAR SU LECTURA CON "ADOPCIÓN DE POLIZONES", LUEGO "COVID Y YO", SEGUIDO "NUESTRO ENTIERRO". FINALMENTE ESTA CARTA.)

Bogotá, 5 de mayo de 2020

Amigos, tengo noticias.

Como les había contado en la carta anterior, desde el 22 de abril perdí de vista a mi querido Covid, aquel insólito día en el que decidió enterrarse y desaparecer. A partir de ese día iba yo también perdiéndome de vista a mí mismo; comencé a evitar el espejo para no tener que enfrentarme a ese “yo” cansado, abrumado, ojeroso y atormentado que me miraba desde esa otra realidad, ese reflejo que nunca miente en la intimidad. Había dejado también de habilitar mi cámara durante las clases virtuales, no tanto para evadir los ojos curiosos de mis estudiantes que me miraban desde su cómoda otredad, como para dejar de verme proyectado en esta farsa, cuyo artificioso y pobre libreto se volvía cada vez más insostenible.

No obstante yo seguía allí, prevaleciendo, aferrándome a esta existencia absurda de días idénticos sin Covid, de semanas sin calendario, de recorridos circulares entre la cama, el baño, la cocina, la oficina improvisada, la cocina, el baño, y de nuevo la cama, para empezar el siguiente día otra vez en la misma cama, y el mismo baño, y la misma cocina, y otra vez esa oficina improvisada, y de vuelta a la cocina, una visita más al baño; al final del día terminar exhausto pero insomne en la misma cama tan fría, tan solitaria, tan iluminada por el reflejo de un televisor que no descansa nunca.  

Pero ayer, ¡ayer ocurrió un milagro! Mientras calentaba un café previo a las sesiones virtuales que me deparaba el día, con mi vista perdida allí afuera, aunque bien fijada aquí adentro (como cuando uno da vueltas en alguno de esos pensamientos incesantes tan típicos de quienes sufrimos de trastorno obsesivo-compulsivo), en ese momento detecté un sutil tremor dentro del apartamento de cristal de Covid, el cual se fue haciendo más y más impetuoso. ¡Et voilà! De la tierra lo vi salir: primero asomó sus patitas, luego su irreconocible rostro y finalmente reveló presumido un par de alas blancas y peludas, todavía sin estrenar. Covid había renacido de las tinieblas, era un resucitado que había vuelto para reclamar su legítimo derecho a vivir.

Lo olvidé todo. Allí quedó el café hirviendo y derramándose en la estufa; la clase de segundo semestre nunca empezó; los tantos días de encierro se fueron disolviendo en mi memoria; el olor de las mazorcas podridas era ahora la más exquisita fragancia; el espejo ya no me intimidaría más y este ciclo interminable, este castigo sisifiano de la existencia durante la pandemia, se había quebrado, ¿habría ganado yo el perdón de el(los) Dios(es)?

Observé a Covid por horas. Contemplé cada uno de sus detalles. Sus diminutas y frágiles patas, sus delgadas alas de patrones fractálicos, sus tantos pares de ojos, sus antenas y colmillos amenazantes, su cuerpo tan rechoncho y peludo. Aproveché para contarle todo lo que había sucedido en el mundo durante su retiro y no dejaba de sorprenderme (y todavía me sorprendo) de su misteriosa transformación. Hace apenas algunas semanas Covid era un gusano verde e inquieto, y ahora estaba allí frente a mi: alado, blanco, apacible, inmóvil.

Conflictuado entre tantos sentimientos: el sosiego que me producía su tan esperado regreso, la alegría de saberlo vivo y transformado, la nostalgia de pensar que volaría lejos de mi, el dolor de su ausencia anticipada; la única certeza que me quedaba era saber que no tendría más remedio que soltarlo por la ventana, concederle ese derecho a la libertad que yo había perdido hace ya varias semanas.

Me armé entonces de valor. Esperé a la noche, pues había leído que los gusanos cogolleros solo vuelan en la oscuridad, a veces arrastrados por el viento, siempre en busca de alguna luz que los atraiga. Nos tomamos un último retrato para el recuerdo que terminó siendo toda una sesión fotográfica cursi y melancólica que inmortalizara nuestra despedida. Abrí en contra de mi voluntad la ventana, levanté la tapa que habría hecho las veces de puerta de ese envase de vidrio que fuera el hogar de Covid por tantos días y esperé a que su instinto lo impulsara al vacío, a la libertad, a una vida independiente y por él elegida.

Todavía no entiendo qué sucedió. Lo sostuve pacientemente por una hora esperando a que sumara el coraje suficiente para arrojarse a lo desconocido de la vida. Nada. Luego intenté motivarlo con un leve empujón, como lo hacen tantos pájaros con sus polluelos en el nido. Nada. Por momentos aleteaba tímido, dubitativo, y pronto perdía de nuevo el impulso. Se me ocurrió que tal vez tampoco le gustaban las despedidas, que volaría sólo cuando yo no lo estuviera viendo, así que lo dejé allí, apoyado sobre el marco de la ventana bien abierta, en un acto de gran abnegación y entrega. Debía volar, era su destino y no había tiempo que perder. Tenía en promedio 20 días más de vida para resolver lo que a veces nosotros los humanos no logramos arreglar en 80 años o más.

Mientras escribo esta carta lo puedo ver sobre la ventana tras el vidrio que nos separa. Ha pasado un día entero y Covid sigue allí, con alas para volar, pero un temor tan grande que supera sus ansias de libertad. Y, ¿si no quiere irse? ¿Qué tal que Covid, en contra de toda ley natural, prefiera esta vida de aislamiento, tan doméstica y artificial, junto a mi? ¿Acaso nos habrá hecho falta decirnos algo? ¿Tendrá miedo de la pandemia allí afuera? ¿O es que tener un par de alas no es suficiente motivo para querer volar?

Solo deseo despertar en la mañana (si es que esta noche puedo por fin dormir) y notar que ya no está allí. Y entonces poder imaginarlo volando libre y feliz, trazando nuevas rutas, explorando lugares desconocidos, persiguiendo sueños hechos de ríos que se llevan las tristezas, de campesinos que tararean melodías por otros olvidadas, de olores a hierbas y flores, de días antes de la pandemia, antes del aislamiento, de interminables y apacibles campos de maíz.

Demian



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