Por detrás del vidrio, por la brecha que me
aísla del resto del mundo, veo la vida pasar. Sonrío porque mi gato mira y
sonríe. Mis ojos tienen la profundidad de un abismo. La incertidumbre de siglos.
No estoy triste, estoy aprehensiva con tanta
vida que pasó y sigue pasando sin que yo, en definitiva, la pueda agarrar. Los
segundos evaporan, el tiempo lo disuelvo en alcohol. En las manos limpias,
miedos minúsculos. ¿Volveré a abrir la puerta por completo? ¿dejaré el viento
entrar y mover mis cabellos?
No estoy triste, pero tengo el aire estático,
compacto y estancado en mi departamento. Mis pensamientos condensados en
bloques de sentimientos. Camino por la alfombra, a veces con esperanzas, otras
ni tanto. Pienso en todo eso que está pasando, en mi encierro, en mi gato que
no sabe de nada y sigue jugando. Sonrío. Me alegra ver como él busca el sol que
entra por la ventana.
Sé que todo está raro. Pero el sol nace, la
esperanza brota y yo sonrío porque mi gato mira con curiosidad, por más que
esté siempre en el departamento, yo estoy segura que él está seguro que la vida
sigue. Él juega. Y aunque no estuviera seguro, él juega.
Yo sonrío.
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